“Quizás la lección esta vez no es aprender que estoy mejor sola. Quizás la lección esta vez es aprender que puedo confiar en abrir mi corazón y bajar las murallas que lo recubren.”
Me dejé escrito hace algunos días.
¿Qué es lo que tengo que aprender en esta situación? ¿Qué es lo que me viene a enseñar esta persona? Me pregunto y me repregunto.
Muchas veces quiero encontrar el aprendizaje de una experiencia antes de vivirla. Como una especie de acuerdo: “A ver, decime que va a pasar. Si va a estar bueno me entrego, sino, mejor decime lo que tengo que aprender y listo.” No sé con quién busco hacer estos tratos ¿Con la vida quizás? ¿Será con Dios? Pero no, ni Dios ni la vida saben de ansiedades o engaños. Sí saben de magia, pero no de trucos ilusorios que parecen una cosa y terminan siendo otra. El pacto quizás es con el diablo, puesto que al dejar mi firma en el contrato siempre me doy cuenta de que cometí el error de no leer antes la letra chica. Esa cláusula que aclaraba que si evitaba entregarme a la experiencia y vivirla completamente, entonces iba a tener que pagar una suma adicional representada en un dolor más fuerte. Además, especificaba que tendría que pagar intereses, repitiendo esa misma experiencia en el futuro por no haberla integrado en su momento.
Un trato poco tentador. Aún así, una parte dentro de mí que no logro vislumbrar bien se excita con la idea de tener un poco de control. Al saber de antemano lo que va a suceder aparece la ilusión de que de esa forma podré evitar la frustración, la vergüenza y el dolor en el futuro. Y es por eso que firmo.
Una y otra vez firmo el mismo contrato. Le vendo mi alma al diablo con el afán de que, esta vez, si va a ser diferente. Esta vez sí leí la letra chica y no encontré nada en mi contra. Y una vez más me equivoco. “Más sabe el diablo por viejo que por sabio” dice el dicho, y él se ríe cuando me contempla nuevamente moviendo el tintero para grabar con mi nombre esa hoja que me llevará de vuelta a la ruina. Una vieja historia que este diablo ya conoce. Un nuevo grito de victoria para él.
Por mi parte, ingenuamente intento controlar las situaciones. Lo hago generando una falsa ilusión, una nube que se disipa cuando el avión de la realidad despega, me atraviesa y me desarma en mil pedazos. Y ahí es cuando una vez más, me pregunto: ¿Cómo puede ser que otra vez me haya sucedido lo mismo? ¿Cómo puede ser que no me haya dado cuenta de que me iba a estrellar? ¿Cómo fui tan necia como para no leer con atención la letra chica?
Revuelvo los escombros que quedaron ante el inminente fracaso y me sumerjo en una montaña de enojo, dolor y tristeza. Acomodando todo lo que ese avión destruyó es cuando encuentro algo. Mejor dicho a alguien.
Hay un ser vivo muy pequeño que está deleitándose bajo mis escombros. Lo contemplo rodeado de basura. Parece como si estuviera llevando a cabo un festín. Se lo ve contento en su banquete. Puedo ver que se sirve el plato principal, un poco de dolor condimentado con ansiedad. También bebe copas colmadas de lágrimas de decepción. Y como frutilla de postre se da el lujo de pedirse tres porciones de torta: un trozo de “¿Viste? yo te lo dije, tenía razón”, una abundante porción de “Al final lo que creía que iba a suceder terminó sucediendo”, y para finalizar la velada, se da el gusto de probar la especialidad de la casa: “Prefiero seguir en este dolor conocido que animarme a lo desconocido.”
¡Este pequeño rey de la basura se está regocijando con mi dolor! Grité de espanto cuando lo vi sonreír mientras se deleitaba con mi sufrimiento. ¿Esta criatura horrible vive adentro mío? ¿Cómo nunca la vi? No me animé a acercarme, lo contemplé de lejos. Era despreciable, pero se lo notaba tan contento… Me alejé rápido y traté de olvidarlo, sin embargo, sabía que él estaba ahí. Cada vez que firmaba mi contrato con el diablo, bajaba a observarlo. Notaba como se colocaba la servilleta anudada al cuello y luego, ya preparado para su cena, se sentaba a masticar flameante mi dolor.
Con el tiempo, comencé a comprenderlo, inclusive empecé a reírme de su deleite. Cuanto más grande era mi profecía autocumplida, más sabrosa parecía saberle la comida. Comprendí que, si atraía a mi vida esos miedos que tanto temía, si validaba mis inseguridades con los resultados que obtenía, y si me auto boicoteaba tanto que las historias que tenía en mi cabeza se volvían realidad, entonces esta criatura —tan extraña como fascinante— más se alimentaba. Y vamos ¿a quién no le gusta una buena cena? Es por eso que cuanto más comía, más quería.
Intenté matarlo unas cuantas veces, obteniendo siempre el mismo resultado: la criatura siempre volvía a aparecer. Con el correr del tiempo acepté que ese ser era nada más y nada menos que una parte de mí. Una que me desagradaba y que no quería ver. Una que me dejaba perpleja del miedo que me generaba. ¿Cómo algo dentro mío podía ser tan dañino? ¿Cómo el sufrimiento podía brindarme también tanto placer?
Un día me animé a hablarle. Me invitó a su desagradable banquete, y yo acepté. Quería entenderlo. Me senté con él y me contó que se alimentaba de los resultados que generaba mi sensación de control. Me recitó historias de sus mejores banquetes, esos momentos donde yo más sufría intencionalmente, aunque no me diera cuenta: Como cuando finalmente confirmé que la persona con la que salía estaba de novio con la mujer a quien yo venía investigando minuciosamente, día a día, en sus redes sociales para encontrar alguna pista que me permitiera decir “lo sabía”. O como cuando boicoteé, de manera inconsciente, otra relación para validar la creencia de que no soy lo suficientemente buena, linda e interesante, y que por eso los hombres siempre encuentran a alguien mejor. O como cuando creí que ciertas ideas no iban a tener éxito porque nadie se interesaría en lo que hago, y así -procrastinando y guardándome para mis adentros mi creación - terminé efectivamente con un proyecto que no prosperó, reforzando mi idea de que efectivamente no soy tan buena. Las famosas “profecías autocumplidas" eran el alimento principal de esta criatura, esas donde las creencias negativas o expectativas distorsionadas que tenemos influyen en nuestras acciones y terminan generando el resultado que temíamos.
El tiempo que pasé con este pequeño rey no logró que mi paladar se acostumbrara al sabor agrio de su comida, pero sí conseguí dejarlo de verlo como un monstruo. Le hice muchas preguntas y él me las contestó todas con lujo de detalle, era sin dudas un rey muy carismático. Me contó que él se sentía cómodo donde vivía y que estaba ansioso porque, ahora que yo comencé nuevamente a relacionarme sexo-afectivamente con alguien, sabía que el próximo banquete con comida fresca se avecinaba, y ya no tendría que seguir comiendo las sobras del banquete anterior. Me quedé perpleja cuando lo dijo. ¿Acaso no sabía que estaba hablando de mi propio sufrimiento? ¿Otra vez una parte de mí está tentada a firmar ese contrato con el diablo? ¿No había aprendido ya?
Él ni se inmutó ante mi cara de susto. Todo lo que a mí me lastimaba, a él lo saciaba. Y fue ahí que comprendí que quizás este pequeño rey nunca había conocido otra cosa más que esas voraces ganas de tener el control de todo, a pesar de que le fuera contraproducente. Me animé a preguntarle “¿Alguna vez le diste un mordisco a la alegría?” Me miró y se rió “¿Alegría? Creí que solo era un mito. Conozco a muchos que han tratado de alcanzarla pero fracasaron en el intento. No te imaginarás los peligros que hay en los caminos que están detrás de estos muros. No vale la pena, eso no es para mí. Aquí lo tengo todo y estoy a salvo, no quiero nada más.” En ese momento pude verlo, este rey, tan pequeño y peculiar, simplemente tenía miedo y se había acostumbrado a vivir en soledad rodeado de residuos porque nunca se había animado a dar un paso más allá de su palacio de basura. Prefería lo malo conocido y no lo bueno por conocer. Se había vuelto adicto a su propia inmundicia. Y lo peor de todo es que creía que eso era lo que se merecía.
Me inundó un extraño sentimiento de compasión al reconocerme a mí misma en esa criatura, y fue entonces cuando tuve una idea: alimentarlo con otra cosa que no sea basura. Intenté repetirme afirmaciones y frases motivadoras pero esas nunca llegaron hasta donde estaba el pequeño rey. Ahí es cuando me di cuenta que las creencias limitantes que me llevan a sentirme frustrada y fracasada no están solo en mi mente, sino también en mi cuerpo. Entendí que tenía que internalizar esa sensación de paz y de confianza para que lleguen hasta a el. Realmente tenía que creer en lo que sentía, no solo repetirlo para el afuera. Y es así que después de varios intentos brotaron dentro del palacio del pequeño rey pequeñas flores comestibles hechas de alegría, confianza y merecimiento.
Rápidamente me acerqué a él y le pedí que las probara. Él estaba desconfiado, su comida nunca lucía así. Quizás las flores eran venenosas, pensaba el rey, pero igual le insistí. Al principio el sabor le desagradó. Era tan dulce… y él, acostumbrado a los sabores amargos y agrios, se sintió abrumado. Pero de repente, después de darle varios mordiscos, sus ojos se abrieron de par en par. “¡Es lo mejor que probé en mi vida!” exclamó. Al segundo le agarró una rabieta “No sé cómo voy a hacer para volver a comer mi vieja comida, no deberías haberme dado eso. No es para mí, yo así estoy bien”. No lo estás, pequeño rey. No lo estás.
Le propuse un plan. Yo no quería volver a sufrir creándome horribles historias que me hacían tener una falsa ilusión de control, y tampoco quería matarlo de hambre. Así fue como este pequeño rey y yo dejamos el palacio de basura y nos aventuramos más allá del muro que nos mantenía seguros.
Esta carta la escribo desde las tinieblas del bosque rodeada de una incertidumbre infinita. Solo vamos unas semanas y ya hemos encontrado desafíos y obstáculos, pese a eso hemos logrado sortearlos todos. Sabemos que será un largo viaje, y aunque muchas veces dudamos en volver al palacio de basura, seguimos caminando con la confianza de que cada paso que damos nos está acercando a esa tierra mágica donde habita la confianza.
La Pausa
En esta edición del Newsletter pensaba hablar un poco sobre el concepto de el vacío. Cuando me senté a escribir hice algo que me gustaría tener como hábito pero que no siempre recuerdo. Le pedí a Dios que me use como canal para expresar lo que necesitaba ser expresado. Evidentemente Dios tenía otros planes y me regaló esta historia que nació de forma espontánea cuando me senté a escribir una tarde bajo el sol de los primeros días de primavera.
Muchas veces conté que es un reto compartir mis vulnerabilidades, especialmente cuando es algo que estoy viviendo en el presente y más aún cuando involucra contar sobre mis relaciones, un tema fundamentalmente desafiante en mi vida. “¿Y qué pasa si compartís esto con un tono esperanzador y luego las cosas vuelven a salir mal?” Me repite constantemente mi cabeza. “No lo sé” le respondo, “quizás me doy cuenta que nadie murió de vergüenza y finalmente descubro que no hay nada humillante en hacer de la confianza mi amiga.”
Tal como lo he mencionado en la entrega anterior, este proyecto está en un estado de pausa, pero mi necesidad de expresarme y compartirlo siguen pulsando fuerte dentro mío. Las formas, diferentes tal vez, más espontáneas y crudas.
En esta entrega, comparto varias pinturas del artista Antonio Berni, originario de Rosario, Argentina. Mis recuerdos más vívidos de las clases de arte en la escuela primaria están llenos de las obras de Berni, especialmente las que retratan a su personaje Juanito Laguna, quien dejó una profunda huella en mí. Si bien mientras escribía esta historia, la imagen de Juanito Laguna rodeado de basura emergía constantemente en mi mente, simbolizando al rey que habita en su castillo de basura, soy consciente del trasfondo de las obras de Berni, y no es mi intención romantizar la pobreza. Por eso, quiero compartir un fragmento de una nota del diario El Litoral sobre este personaje.
¿Quién es Juanito Laguna? Es el protagonista de buena parte de la obra de Berni, un niño engendrado en los barrios marginales de Argentina, lo cual lo transforma en una síntesis y un símbolo de la población desfavorecida y marginada. A través de Juanito, el pintor, grabador y muralista rosarino trató de visibilizar y denunciar las adversas condiciones de vida de las personas que viven en los ámbitos vulnerables, alejados de toda posibilidad de ascenso social.
Cada una de las obras que Berni ideó para representar a Juanito Laguna, son una demostración de su interés por las cuestiones sociales y políticas. Es que, al igual que su otro gran personaje también nacido en los márgenes, Ramona Montiel, Laguna es producto de la observación “berniana” de las crecientes injusticias y desigualdades, expresadas en forma de villas miseria o barrios periféricos humildes.
Algunos comentarios finales
Antes de irme quiero recordarte que he creado una breve encuesta que no te tomará más de 5 minutos, para que me ayudes a mejorar y transformar el espacio de El fuego que llevo dentro. Lo que hago no solo es una forma de expresión personal, sino también para brindarte algo lindo, positivo y compasivo a vos. Así que la ayuda es realmente importante para mí. ¡Y gracias a las personas que ya la llenaron! Probablemente les esté enviando un regalito virtual en breves.
Ahora sí, me despido. Gracias nuevamente por leer. Me encantaría escuchar tus comentarios, saber si esta historia también te resuena, saber que hay más personas atravesando las tinieblas del bosque. ¡Dejame un comentario en Substack o respondeme este correo! También podemos charlar por Instagram.
Te mando mucho amor ¡Y feliz eclipse!
Nati.